LA BALA


La luz que
lo alumbraba le quemaba los ojos. Era redonda, blanca y estaba cerca de su cara, pero no podía cerrar los párpados. Un olor salado le recorría las fosas nasales, cuando llegó a su garganta sintió su sabor y bebió instintivamente de su líquido, sin sentir ni un solo músculo de su cuerpo, solo un vacío de túnel que atravesaba de un lado a otro sus sesos. A lo lejos escuchaba un tintineo maquinal, y a medida que se entregaba a un extraño sueño, el tintineo se aletargaba, al ritmo de su propio corazón. El Dr. Ludwing al fin sintió su mano, y en medio de su palma yacía otra vez la pequeña bola de acero.

Despertó.

- ¿Dr. Ludwing? Ha llegado el Justiciero

- Ya, ¿y qué quiere ahora?

- La verdad, Dr. Ludwing

- No hay verdad


El Dr. Ludwing se reincorporó. La pequeña bola de acero, como siempre, estaba fría, aunque su mano, como su cuerpo, despertaba en una mañana tibia. Durante tres días había tratado de explicar ese extraño suceso que le quitaba la claridad de sus pensamientos. ¿Era una alucinación o un sueño?


- Era un sueño... - se dijo así mismo

- Dr. Ludwing, ¿qué le digo?

- ¿A quién?

- Al Justiciero

- Ahora salgo


Se colocó la bata y caminó pesadamente. Abrió la puerta y lo vió. Era el Justiciero. Paradójicamente ese día, su presencia no le asustaba. Aunque lo había visto ya varias veces, observó su rostro detenidamente. Era ciego.


- Dr. Ludwing, es hora

- ¿Hora de qué?

- Dr. Ludwing...

- ¿Qué quiere Ud.?

- La verdad...


Sintió de nuevo la pequeña bola de acero en su mano, sintió su transformación, era raro, pero no podía mirarla. Un sentimiento de vergüenza lo disminuyó de repente. No podía mirarla. Por su frialdad y su tacto llegó a adivinar: ya no era una bola, era más bien alargada, pero aún curva.


- Dr. Ludwing, ya no hay más tiempo. Solo queremos la verdad…

- ¿Cree Ud. que yo sé la verdad?

- Dr. Ludwing, solo Ud. sabe la verdad...


El Justiciero y el Dr. Ludwing quedaron en silencio. Los dos sabían la verdad y la conversación era una pérdida de tiempo. El Justiciero solo quería la verdad fresca de su boca. Y aunque el corazón del Dr. Ludwing deseaba escupirla al fin, de su ella solo salían preguntas, frases, palabras, y como si tuvieran vida propia, le negaba la calma que su mente anhelaba por años. Y, de nuevo, la bola de acero ahora ya alargada, volvía a transformarse, y uno de sus extremos comenzaba a aplanarse. Lo sentía, pero no podía mirarla. 


- Deje que me vista apropiadamente, he despertado de un sueño...

- Dr. Ludwing, ya no hay tiempo


Cerró la puerta, echó la llave y al fin pudo verla. Sí. La bola de acero había cambiado. Alargada, plana de un lado, ahora crecía un poco más del otro, formando un pequeño cono. Era perfecta, lisa,  pero por más hermosa que le pareciera, su frialdad le desagradaba. Trató de soltarla, de dejarla caer, pero ella se aferraba a su palma. La restregó contra la pared, en el piso, y la pieza no se inmutaba. Desesperado, buscó entre sus cajones algo que le ayudara a separarla de su carne.


- ¿Dr. Ludwing? No me obligue a entrar. Es necesario saber la verdad


Entre los cajones debían haber unas pinzas, una tijera, algo que le sirviera. Como si la pieza de acero lo supiera, su frialdad encrudeció como un castigo, y  podía sentir la quemadura, el rayo de hielo que congelaba a través de sus venas y de sus huesos toda la voluptuosidad de su cuerpo.


- ¡Dr. Ludwing! Abra la puerta


La pieza de acero se aferraba firmemente, no quería dejarlo, lo acompañó por años, estuvo siempre a su lado, y en un shock de hipotemia localizada, su mano al fin perdió la sensibilidad. 


- Está muerta. Mi mano está muerta…


Se tumbó al suelo, lamentándose. La mano que estrechó tantas otras manos, la mano que firmó tantos acuerdos, la mano que escribió tantas memorias, la mano que acarició tantas caras y golpéo tantas otras, incluso la suya propia. Y la vio.


- ¡Dr. Ludwing! ¡La verdad, solo queremos la verdad!


Debajo de la cama.  La vio. Era una pequeña caja fuerte. Un raro instinto, casi como una revelación, le obligó a abrirla. Usando la mano inútil digitó unos números y sorpresivamente se abrió. Dentro, la figura pequeña de un arma le contuvo el aliento. Su mano muerta comenzaba a calentarse, la pieza de acero se separó de su palma con un sútil rebote. La vio. La bola de acero, convertida ahora en un proyectil, cayó  al suelo en un lento girar de muñeca.


- Entonces eso era. Entonces que así sea.


Cargó el arma, la dirigió hacia su cuello, y revelando su vida propia, la mano jaló el gatillo. Su cuerpo cayó sobre las rodillas en torpe fuerza de gravedad, al mismo tiempo que tumbaban la puerta y un grupo de hombres trataba de levantarlo. El Dr. Ludwing miró al Justiciero por última vez,  y cayendo ahora completamente al suelo, con la última mirada lo lanzó al enorme vacío que la verdad podría haberle evitado: la única luz que un ciego podría haber disfrutado.


Y así, el Dr. Ludwing creyó abandonar los pensamientos que la alucinación o el sueño le habían devorado el alma. Dejó que la verdad se desvaneciera y, tímida al fin, se ocultara en algún lugar donde sólo él podría volver a encontrarla.


Y murió.


Y volvió, y a pesar de que la luz le quemaba los ojos, llegó a cerrar la idea de que la verdad no es sino la aceptación de un deseo.


Y murió, otra vez.


Y escuchando el tintineo de su corazón, regresó, solo para recordar que entregarse a sus deseos solo lo había hecho más fuerte, invencible. Y así, enaltecido por su propio amor, por tercera y última vez, murió.


Y al fin se entregó al sueño, a un particular sueño, porque los sueños sueños son, pero este, su sueño, no terminaría, y porque la realidad es solo la ilusión de los mortales, de aquellos a los que alguna vez pensó haber pertenecido.


- El Dr. Ludwing ha muerto.

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